MANHATTAN TRANSFER, de JOHN DOS PASSOS
La novela de Dos Passos publicada en 1925 es el reflejo de los cambios sociales provocados por determinados acontecimientos producidos en los comienzos del siglo XX en Estados Unidos: I Guerra Mundial, continuas depresiones económicas, ley seca, corrupción desenfrenada... Como dice uno de sus personajes a otro: "La diferencia entre usted y yo, Armand, es que usted va subiendo en la escala social y yo voy bajando... cuando usted era pinche en un vapor yo era un niño bien, con cara de papel mascado, que vivía en el Ritz. A mis padres les dio por el mármol de Vermont, por el nogal oscuro, la casa era un bazar babilónico..."
El fragmento que incluyo de la novela más abajo es un poco largo pero reproduce la hipocresía de quien tiene algo que compartir y se niega a hacerlo.
En España, Camilo José Cela imitó la estructura de la novela del americano, con el aire carpetovetónico español propio de este succionador de agua por el ano: la división de los textos en secuencias, los múltiples personajes que aparecen y desparecen, la disimulada y supuesta presencia de un narrador objetivo, el final abierto... En ese desenlace el Jimmy Herf de Dos Passos es el Martín Marco de La colmena; como en ella, ambos deambulan por la ciudad y su futuro se augura impreciso en su desamparo.
En la calle 53 viniendo de East River, Bud
Koperning se encontró con un montón de carbón en la acera. Desde el otro lado
del montón le miraba una mujer canosa que vestía un corpiño de encaje con un
gran camafeo prendido en la alta curva de su exuberante seno. Le miraba
fijándose en su cara mal afeitada y en sus descarnadas muñecas que asomaban por
las deshilachadas mangas de su chaqueta. Él mismo se sorprendió al preguntar:
—¿No
podría yo entrarle este carbón, señora?
Bud
cargaba el peso de su cuerpo primero en un pie, luego en otro.
—Justamente,
eso podría usted hacer —dijo la mujer con una voz cascada—. Ese maldito
carbonero lo dejó ahí esta mañana y dijo que volvería para entrarlo. Supongo
que estará borracho, como todos. Pero no sé si puedo fiarme de usted en la
casa.
—Soy
del norte del Estado, señora —balbuceó Bud.
—¿De
dónde?
—De
Cooperstown.
—Hum!…
Yo soy de Buffalo. En esta ciudad nadie es de aquí. Bueno, me figuro que será
usted cómplice de algún ladrón, pero no lo puedo remediar, tengo que meter ese
carbón… Entre, hombre, entre, le voy a dar una pala y un cesto y si no tira
usted nada en el pasillo ni en el suelo de la cocina, porque la asistenta acaba
de marcharse… Naturalmente, el carbón tenía que llegar cuando estaba todo
recién limpio… Le daré a usted un dólar.
Cuando
entró la primera carga, ella andaba rondando por la cocina. Bud, con el
estómago vacío, vacilaba pero se sentía contento de verse trabajando en vez de
arrastrar los pies sin cesar, cruzando calles y calles, esquivando camiones,
carros y tranvías.
—¿Cómo
es que está usted sin trabajo, buen hombre? —le preguntó ella a Bud, que volvía
anhelante con la cesta vacía.
—Será,
digo yo, porque aún no l’he cogio el tino a la ciudá. Yo nací en una granja y
ayí m’he criao.
—¿Y
para qué quería usted venir aquí? Esto es horrible.
—No
podía quedarme más en la granja.
—No
sé lo que va a ser de esto si todos los buenos mozos dejan las granjas para
venirse a las ciudades.
—Pensé
que podía trabajar de cargador, señora, pero en los muelles sobra gente. Quizá
que podría embarcarme de marinero, pero nadie quiere aprendices… Ya hace dos
días que no como.
—Qué
horror…: Pero ¿no podía usted haber ido a un asilo o algo así, pobre hombre?
Cuando
Bud entró la última carga, encontró un plato de guisado frío sobre la mesa de
la cocina, media hogaza de pan duro y un vaso de leche un poco agria. Comió de
prisa, mascando mal, y se metió las sobras del pan rancio en el bolsillo.
—¿Qué,
le ha gustado a usté el almuerzo?
—Gracias,
señora… —dijo con la boca llena.
—Bueno,
ahora puede usté marcharse y muchas gracias. Le puso un quarter en la mano. Bud
miró la moneda entornando los ojos.
—Pero,
señora, me dijo usté que me daría un dólar.
—Nunca
dije tal cosa. Qué idea… Llamaré a mi marido si no se larga usté de aquí
inmediatamente. Y además tengo el propósito de llamar a la policía, puesto que…
Sin
decir palabra Bud embolsó el dinero y se marchó.
—¡Habrase
visto ingratitud!… —bufó la mujer al cerrar la puerta.
Un
calambre le contrajo el estómago. Dobló otra vez hacia el Este, en dirección al
río, apretándose los costados con los puños. Esperaba vomitar de un momento a
otro. Si devuelvo esto me quedaré otra vez en ayunas. Cuando llegó al fin de la
calle se tendió sobre el declive gris formado por los escombros a lo largo del
muelle. Un dulce olor a lúpulo hervido salía de la cervecería que rumoraba a
sus espaldas. La luz del ocaso flameaba en las ventanas de la fábrica del lado
de Long Island, brillaba en las portillas de los remolcadores, rielaba en
franjas rojas y amarillas sobre la corriente verdipardusca, resplandecía en las
henchidas velas de una goleta que subía lentamente hacia Hell Gate. Bud sufría
menos. No sabía qué, llameó y brilló dentro de su cuerpo como si el sol se
filtrara a través de él. Se sentó. Gracias a Dios, no voy a devolverlo.
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