sábado, 4 de abril de 2020

Manhattan Transfer

MANHATTAN TRANSFER,  de JOHN DOS PASSOS

   La novela de Dos Passos publicada en 1925 es el reflejo de los cambios sociales provocados por determinados acontecimientos producidos en los comienzos del siglo XX en Estados Unidos: I Guerra Mundial, continuas depresiones económicas, ley seca, corrupción desenfrenada... Como dice uno de sus personajes a otro: "La diferencia entre usted y yo, Armand, es que usted va subiendo en la escala social y yo voy bajando... cuando usted era pinche en un vapor yo era un niño bien, con cara de papel mascado, que vivía en el Ritz. A mis padres les dio por el mármol de Vermont, por el nogal oscuro, la  casa era un bazar babilónico..."
    El fragmento que incluyo de la novela más abajo es un poco largo pero reproduce la hipocresía de quien tiene algo que compartir y se niega a hacerlo.
   En España, Camilo José Cela imitó la estructura de la novela del americano, con el aire carpetovetónico español propio de este succionador de agua por el ano: la división de los textos en secuencias, los múltiples personajes que aparecen y desparecen, la disimulada y supuesta presencia de un narrador objetivo, el final abierto... En ese desenlace el Jimmy Herf de Dos Passos es el Martín Marco de La colmena; como en ella, ambos deambulan por la ciudad y su futuro se augura impreciso en su desamparo. 


   En la calle 53 viniendo de East River, Bud Koperning se encontró con un montón de carbón en la acera. Desde el otro lado del montón le miraba una mujer canosa que vestía un corpiño de encaje con un gran camafeo prendido en la alta curva de su exuberante seno. Le miraba fijándose en su cara mal afeitada y en sus descarnadas muñecas que asomaban por las deshilachadas mangas de su chaqueta. Él mismo se sorprendió al preguntar:
—¿No podría yo entrarle este carbón, señora?
Bud cargaba el peso de su cuerpo primero en un pie, luego en otro.
—Justamente, eso podría usted hacer —dijo la mujer con una voz cascada—. Ese maldito carbonero lo dejó ahí esta mañana y dijo que volvería para entrarlo. Supongo que estará borracho, como todos. Pero no sé si puedo fiarme de usted en la casa.
—Soy del norte del Estado, señora —balbuceó Bud.
—¿De dónde?
—De Cooperstown.
—Hum!… Yo soy de Buffalo. En esta ciudad nadie es de aquí. Bueno, me figuro que será usted cómplice de algún ladrón, pero no lo puedo remediar, tengo que meter ese carbón… Entre, hombre, entre, le voy a dar una pala y un cesto y si no tira usted nada en el pasillo ni en el suelo de la cocina, porque la asistenta acaba de marcharse… Naturalmente, el carbón tenía que llegar cuando estaba todo recién limpio… Le daré a usted un dólar.
Cuando entró la primera carga, ella andaba rondando por la cocina. Bud, con el estómago vacío, vacilaba pero se sentía contento de verse trabajando en vez de arrastrar los pies sin cesar, cruzando calles y calles, esquivando camiones, carros y tranvías.
—¿Cómo es que está usted sin trabajo, buen hombre? —le preguntó ella a Bud, que volvía anhelante con la cesta vacía.
—Será, digo yo, porque aún no l’he cogio el tino a la ciudá. Yo nací en una granja y ayí m’he criao.
—¿Y para qué quería usted venir aquí? Esto es horrible.
—No podía quedarme más en la granja.
—No sé lo que va a ser de esto si todos los buenos mozos dejan las granjas para venirse a las ciudades.
—Pensé que podía trabajar de cargador, señora, pero en los muelles sobra gente. Quizá que podría embarcarme de marinero, pero nadie quiere aprendices… Ya hace dos días que no como.
—Qué horror…: Pero ¿no podía usted haber ido a un asilo o algo así, pobre hombre?
Cuando Bud entró la última carga, encontró un plato de guisado frío sobre la mesa de la cocina, media hogaza de pan duro y un vaso de leche un poco agria. Comió de prisa, mascando mal, y se metió las sobras del pan rancio en el bolsillo.
—¿Qué, le ha gustado a usté el almuerzo?
—Gracias, señora… —dijo con la boca llena.
—Bueno, ahora puede usté marcharse y muchas gracias. Le puso un quarter en la mano. Bud miró la moneda entornando los ojos.
—Pero, señora, me dijo usté que me daría un dólar.
—Nunca dije tal cosa. Qué idea… Llamaré a mi marido si no se larga usté de aquí inmediatamente. Y además tengo el propósito de llamar a la policía, puesto que…
Sin decir palabra Bud embolsó el dinero y se marchó.
—¡Habrase visto ingratitud!… —bufó la mujer al cerrar la puerta.
Un calambre le contrajo el estómago. Dobló otra vez hacia el Este, en dirección al río, apretándose los costados con los puños. Esperaba vomitar de un momento a otro. Si devuelvo esto me quedaré otra vez en ayunas. Cuando llegó al fin de la calle se tendió sobre el declive gris formado por los escombros a lo largo del muelle. Un dulce olor a lúpulo hervido salía de la cervecería que rumoraba a sus espaldas. La luz del ocaso flameaba en las ventanas de la fábrica del lado de Long Island, brillaba en las portillas de los remolcadores, rielaba en franjas rojas y amarillas sobre la corriente verdipardusca, resplandecía en las henchidas velas de una goleta que subía lentamente hacia Hell Gate. Bud sufría menos. No sabía qué, llameó y brilló dentro de su cuerpo como si el sol se filtrara a través de él. Se sentó. Gracias a Dios, no voy a devolverlo.

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