viernes, 15 de mayo de 2020

James Stephens


JAMES STEPHENS y LA OLLA DE ORO


James Stephens (1882-1950) fue un poeta, dramaturgo y novelista irlandés con escasa obra publicada en español, tan solo el diario La insurrección de Dublín y las novelas La hija de la mujer de la limpieza y La olla de oro. Stephens fue amigo de James Joyce hasta el punto de que éste le confió el final de su novela inextricable Finnegan's Wake, aunque al final el creador de Ulises la acabó por su cuenta.
No sé de qué manera llegó a mis manos La olla de oro, una novela de tintes surrealistas y con referencias a la mitología irlandesa publicada en español por la editorial Siruela. En ella las situaciones irreales y el humor están presentes en cada momento. Me recuerda a algunos fragmentos de Alicia en el país de las maravillas; pero es en determinadas sentencias ‒a veces del narrador, a veces del personaje Filósofo‒ donde se encuentra la verdadera belleza de esta novela. Fíjense si no en estas: 
“La curiosidad suele vencer al miedo con más fuerza incluso que el valor”. 
“El bien y el mal son dos guisantes en la misma vaina”. 
“Vivimos el tiempo que se nos permite y tenemos la salud que nos merecemos”. 
“El fin yace escondido en el principio”.
“La palabra tiene mucho más poder del que mucha gente se imagina”.
“En la génesis de la vida, el amor está en el principio y en el fin de todo”.

Los seres mitológicos irlandeses (leprecauns, Angus Óg), coinciden en la novela con personajes que son reconocidos por sus nombres (Caitilin, Seumas, Brigid) o por sus características (la Mujer Flaca, el Filósofo). Los leprecauns son “hombrecillos (que) vestían trajes verdes ajustados, delantalitos de cuero y gorros verdes puntiagudos que se bamboleaban al moverse. Todos andaban muy ajetreados haciendo zapatos.” Necesitan una olla de oro que les identifica y ese es el motivo de la novela. Angus Óg es el dios del amor que permite resolver el conflicto de la obra y quien consigue el amor de Caitilin, secuestrada antes por el dios Pan.

Merece la pena recordar algunos fragmentos de la novela que son memorables:
Qué es más importante, la Tierra o las criaturas que se mueven sobre ella? Únicamente la arrogancia intelectual puede insinuar esta pregunta, porque en la vida no hay mayor y menor. Lo que es justifica su propia importancia por el mero hecho de existir, pues ése es el gran logro común.

Creo que la belleza tiende a ser espantosa a medida que se hace perfecta, y que, si pudiéramos captarla en su totalidad, veríamos que la belleza extrema es de una fealdad desoladora, y la belleza absoluta y última recibe el nombre de Locura. Por lo tanto, los hombres deberían buscar la amabilidad con más ahínco que la belleza y tendrían siempre cerca a un amigo que les comprendiera y les consolara, pues ésa es la tarea de la amabilidad, pero la de la belleza... nadie en absoluto sabe cuál es.

Caitilin “había llegado a comprender la terrible tristeza de los dioses y por qué Angus Óg lloraba en secreto; porque a menudo lo había oído llorar por la noche y ella sabía que lloraba por los que eran desgraciados y que seguiría siendo inconsolable mientras hubiera en el mundo personas tristes o actos malvados. La propia felicidad de Caitilin también se había infectado de la desdicha ajena, hasta que supo que nada le era ajeno, y que en realidad todas las personas y todos los seres vivos eran sus hermanos y hermanas y que ellos vivían y morían en la aflicción; finalmente supo que no había hombres sino género humano, ni existía el ser humano sino sólo la humanidad. Nunca más volvió a encontrar placer en la satisfacción de un deseo, porque el sentido de su individualidad había sido destruido: ella no era sólo un individuo; era también parte de un poderoso organismo destinado a lograr su unicidad mediante cualquier esfuerzo, y este gran ser era triple, abarcando en su poderosa unidad a Dios, al Hombre y a la Naturaleza.”



En La olla de oro, tras un sencillo argumento, se esconde una profunda reflexión sobre la condición humana y su relación con el medio natural en igualdad de condiciones, sin jerarquías ni semejanzas divinas que propician ideas de la supremacía humana frente a otros seres vivos; del mismo modo, James Stephens nos habla de lo relativo que son determinados prejuicios y etiquetas con que nos vanagloriamos y la necesidad de cuestionar con juicio crítico ciertos valores ‒hoy diríamos que especialmente los medios de comunicación nos imponen con su poder de emisión algunas opiniones al considerarnos meros pasajeros receptivos‒; por fin, hay un elemento fundamental en la obra que es necesario recalcar y es el de la compasión hacia otras personas, el de reconocer la debilidad de otros y buscar su consuelo, ya que todos formamos parte de un todo en el que estamos inevitablemente relacionados: el dolor o la felicidad de cualquiera de sus integrantes suponen la pena o el placer de los demás respectivamente.

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