viernes, 25 de diciembre de 2020

 FRANCISCO BRINES

En los años ochenta conseguí varios libros de la colección Ocnos de poesía dirigida por Joaquín Marco y con ilustres poetas en su consejo de redacción: Pedro Gimferrer, José Agustín Goytisolo, Luis Izquierdo y Manuel Vázquez Montalbán. Los editaba Llibres de Sinera de Barcelona y con tan extraordinario plantel de escritores los libros eran una delicia para el lector de poesía. Allí se encontraban obras de Miguel Labordeta, Alejandra Pizarnik, Juan Gil-Albert, Guillermo Carnero, José Ángel Valente, John Donne..., además de los mencionados. Una de esas obras era Aún no de Francisco Brines, el actual Premio Cervantes de 2020. El libro estaba mutilado porque algunas de sus páginas carecían del texto necesario para poder completar su lectura; sí disponían, sin embargo, de la tenue impresión de las letras, pero carecían de la tinta; así que, como práctico calígrafo, me dispuse a completar el texto como aparece en la imagen inferior. 

Francisco Brines ya era reconocido en aquella época como un gran poeta. Su trayectoria comenzó en 1959 en que consiguió el Premio Adonais por Las brasas, que se abría con un poema en consonancia con la poética social de los años cincuenta: "Habrá que cerrar la boca / y el corazón olvidarlo. / Dejarlo sin luz, sin aire, / como un hombre encarcelado, / y habrá que callarlo todo / lo que nos pueda hacer daño." Sin embargo, el resto de los poemas difiere de esa concepción y ya aparecen en él los temas constantes de su poesía: "el dulce nacimiento del amor", el tono elegíaco de muchos de sus poemas, con dedicatorias a sus amigos (Vicente Andrés Estellés, Gastón Baquero, Ricardo Defarges,...), y la naturaleza de su Oliva natal con el tono nostálgico de quien pretende atesorar con palabras el inevitable paso del tiempo: ("Se ensombrece el naranjo, y los azahares / huelen por el desván, pesan los muros / y el hombre que la habita se detiene / para pensar vanos recuerdos. Oye / cómo riegan los nardos, su jardín / ve que se vuelca por las tapias bajas, / limoneros doblando los caminos.". 

En 1966 obtuvo el Premio de la Crítica por Palabras a la oscuridad. La obra está dedicada a Vicente Aleixandre y aparece con una referencia al comienzo que aúna esos conceptos de amor, naturaleza y nostalgia: "En aquel lugar miraron sus ojos, por vez primera, la hermosura del mundo, y sintió amor. No habrá olvido nunca para ese recuerdo." Efectivamente, en algunos de sus poemas aparecen concentrados esos tres conceptos con verdadera profusión: "Y fui creciendo en el amor dichoso / del hombre y de la tierra. / El mundo estaba allí, / en el aliento de la suave noche, / descansando en mis ojos / hasta que nos durmiéramos." Coincide la escritura de este libro con su visita como profesor a Oxford y a Cambridge. En el poema "Oscureciendo el bosque" se manifiesta su pesadumbre y su deseo de vivir a pesar de lo inevitable del transcurso del tiempo: 

Toda esta hermosa tarde
de poca luz, 
caída sobre los grises bosques de Inglaterra, 
es tiempo. 
                 Tiempo que está muriendo 
dentro de mis tranquilos ojos
mezclándose en el tiempo que se extingue.
Es en la vida todo
transcurrir natural hacia la muerte,
y el gratuito don que es ser, y respirar,
respira y es hacia la nada angosta.

Con sosegados ojos miro el bosque,
con tal gracia latiendo
que me parece un soplo de su espíritu
esa dicha invisible que a mi pecho ha venido.
Cual se cumple en el hombre
también se ha de cumplir la vida de la tierra;
la débil vecindad que es realidad ahora,
distancia tenebrosa será luego,
toda será negrura.

Miro, con estos ojos vivos, la oscuridad del bosque.
Y una dicha más honda llega al pecho
cuando, a la soledad que me enfriaba,
vienen borrados rostros, vacilantes
contornos de unos seres
que con amor me miran, compañía demandan,
me ofrecen, calurosos, su ceniza.
Cercado de tinieblas, yo he tocado mi cuerpo
y era apenas rescoldo de calor,
también casi ceniza.
Y he sentido después que mi figura se borraba.

Mirad con cuanto gozo os digo
que es hermoso vivir.

Aún no se publica en 1971. El poemario se abre con una cita personal donde Brines augura ese deseo vital: "Con un punzón de sombra y nada / grabaron en mi corazón / la palabra de fuego: vida." Y se confirma con algunos de sus poemas, como el titulado "La ronda del aire" dedicado a Jenaro Taléns: "Envuelto en lo invisible soy el rey / de la vida." Si bien, la acuciante realidad de un posible final se muestra persistente como se manifiesta en su célebre poema "Ensayo de una despedida", dedicado al poeta alicantino Juan Gil-Albert y titulado posteriormente en su obra completa "Palabras para una despedida."

Esta luz despierta,
y se adentra en los ojos el contorno del monte,
y el grito de los pájaros desvanece el oído
al venir de los húmedos huertos.
Los blancos pueblos de la costa,
felices de lujuria y juventud,
alientan junto al mar, lejanos.
No estoy allí, mas lo que fui deseo:
la dicha viva, los sentidos borrados,
ahora que en el jardín el tiempo se arrincona en las sombras,
y el olor de las rosas sube al aire.
Hay humos blancos, y calladas palomas 
en la altura, y voces que se alejan,
hay demasiada vida para una despedida.

Y un día habrá de ser,
sin que la grata luz, las voces de la casa,
los cultivos del huerto, los días recordados
de la remota y breve juventud,
ni tampoco el amor que me tenéis,
retrasen la obligada despedida.

Tendré que aposentarme en la aridez,
y perdida la imagen de este mundo
y perdido yo mismo,
siento que reposo será estéril,
que la vida no fue, que el fervor
de cualquier despedida es un engaño.


Francisco Brines continuó con varias obras posteriores, en especial El otoño de las rosas, Premio Nacional de Poesía en 1986 (obra que precisa por sí sola una entrada exclusiva) y ahora culmina con la concesión del Premio Cervantes en este fatídico año de 2020.

El poeta Francisco Brines crea con sus palabras imágenes con las que intenta apresar los sentimientos casi borrados de la memoria, intensos por la evocación poética. La poesía ofrece esa posibilidad de liberar con las palabras los márgenes de la pasión que condicionan nuestros actos. Algo similar se produce en la película de Naomi Kawase Una pastelería en Tokio: las imágenes que nos ofrece la directora y la sensibilidad de la anciana Tokue transmiten no sólo la belleza de los cerezos o el amor en la elaboración de la pasta de azukis con que se rellenan los dulces dorayakis; imágenes y palabras se convierten así en el catalizador de los sentimientos universales. Brines y Una pastelería en Tokio nos alertan de que pasamos por las cosas sin darnos cuenta de su belleza. 

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