HIJOS DE NUESTRO BARRIO
El escritor egipcio Naguib Mahfuz (El Cairo, 1911-2006), el único Premio Nobel (1988) en lengua árabe, nos presenta en su novela Hijos de nuestro barrio la saga familiar en torno a su patriarca Gabalaui y su casi infranqueable y paradisíaca Casa Grande.
El personaje de Gabalaui es misterioso,
enérgico con su familia y aparentemente insensible. Se manifiesta sólo cuando hay
necesidad de remediar los conflictos que surgen entre la ciudadanía del barrio
y lo hace a través de un criado o presentándose disimuladamente pidiendo a uno
de sus descendientes que sea fuerte ante la presión de los jefes del barrio que
viven enriqueciéndose, protegiendo al administrador del patrimonio del habiz (donación de bienes en el Islam) y sometiendo
por la fuerza a todos los demás, hasta el punto de torturarlos o hacerlos
desaparecer si es necesario.
Gabalaui es similar al Dios del Antiguo Testamento, que castiga con vehemencia cualquier indisciplina. Lejos de ser compasivo con sus hijos, la novela comienza con el patriarca alejando a sus dos hijos Adham e Idrís de la Casa Grande por su ambición o por su maldad. La similitud con los personajes bíblicos es obvia en todo momento y de ello la profesora Encarnación Ruiz Callejón ha dado muestra en el artículo Hijos de nuestro barrio: la “tierra prometida” y el “pueblo elegido” vistos desde la diferencia: La pelea de Adham e Idrís es similar a la de Caín y Abel, la expulsión de Adham y Omayma de la Casa Grande a la de Adán y Eva, y la relación de los protagonistas Gábal, Rifaa, Quásem son equivalentes a Moisés, Jesucristo y Mahoma respectivamente. Estas referencias a los grandes personajes de las tres grandes religiones monoteístas y los detalles temáticos de la novela es lo que provocó que fuera prohibida en Egipto y en casi todos los países del mundo islámico, aunque se publicó inicialmente por entregas en el diario egipcio Al-Ahram. A pesar de la censura Naguib Mahfuz siguió escribiendo en libertad, aunque el fanatismo islamista atentó contra él en 1994 por considerar que su obra era una blasfemia contra la religión musulmana.
Cada capítulo de la novela tiene como título el nombre
de descendientes de Gabalaui a quienes se les pide que apliquen justicia
porque los jefes de cada distrito actúan salvajemente adueñándose de todos los
bienes posibles, mientras los demás viven en la pobreza.
Cada uno de esos descendientes alejados de
la Casa Grande representan a un distrito diferente del barrio y tienen un
símbolo particular que merece la pena destacar:
Adham representa la bondad: “Eres un buen hijo y la gente buena siempre
triunfa”, le dice su madre. No obstante, acepta la idea de su mujer de
conseguir el libro de los diez consejos que guarda el secreto de Gabalaui. No lo consigue, pero eso
le conduce a la expulsión de la Casa Grande y a la pobreza.
Gábal personifica la fuerza para afrontar
cualquier circunstancia hasta el punto de conseguir vencer a los jefes sanguinarios
y repartir la riqueza del barrio con equidad. “Algunos criticaban su fuerza y su rigor, pero siempre encontraban a
alguno que les contradecía, recordando el otro aspecto de su carácter, es
decir, su piedad para con los oprimidos y su sincero deseo de establecer un
orden que garantizase la justicia y la igualdad entre la gente.”
Rifaa tiene el poder de liberar de
espíritus malignos a quienes así lo deseen y ello le permite tener una serie de
adeptos entre la población lo que lleva, a pesar de la traición de su mujer y
su muerte, a conseguir privilegios para sus partidarios. “La gente disfrutaba de la vida y la alegría se reflejaba en los rostros.
Todos afirmaban convencidos y con fe que el presente era mejor que el pasado…”
Quásem encarna la justicia y la igualdad independientemente
del sexo: «Si el Señor me hiciera
triunfar no privaría a las mujeres de disfrutar de los beneficios que se nos
han legado.» Quamar comentó sorprendida: «Pero los bienes habices son para los
hombres, no para las mujeres.» Miró [Quásem] con ternura los negros ojos de la chiquilla y prosiguió: «Por boca del
criado, mi antepasado dejó dicho que la herencia común es de todos, y las
mujeres son la mitad de los habitantes del barrio. Resulta asombroso que
nuestro barrio no respete a las mujeres; sin embargo, lo hará el día en que
aprenda a respetar el significado de la justicia o de la compasión.»
Arafa, por fin, interpreta al sabio que
utiliza el conocimiento para conseguir la distribución equitativa de la riqueza
y para ello recurre a la magia.
Curiosamente, todos esos descendientes abordan
con energía ese reparto de los bienes del barrio de manera justa y a veces lo
logran; sin embargo, al cabo de la desaparición de cada uno de ellos todo regresa
al punto de partida de abuso de poder y pobreza. El olvido se
apodera de ellos y la división social entre los ricos que poseen la fuerza de
las armas y de la riqueza, y los pobres, que malviven con escaso trabajo, es la
circunstancia que domina constantemente en el barrio.
Mahfuz acomete en Hijos de nuestro barrio el deseo humano de distribución justa de la
riqueza, de manera que todas las personas, independientemente de su etnia, sexo,
origen y condición social dispongan de los bienes fundamentales para
desarrollar su vida con absoluta libertad y plenitud; pero, cuando parece que
todo eso es factible, se produce el olvido y la regresión a las diferencias sociales y
económicas. No deja de ser semejante a la historia de la humanidad: el eterno contraste entre ricos y pobres y el deseo de algunos por conseguir un mundo más justo sin alcanzarlo, a veces con el peligro de perder la propia vida. Esta disparidad me recuerda unas palabras de José Martí en un
breve ensayo dedicado a Emerson y publicado en La Opinión Nacional de Caracas en 1882: “El
hombre pasará eternamente la vida tocando con sus manos, sin llegar a palparlos
jamás, los bordes de las alas del águila de oro.”
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